Tlaxcala
en Carnaval
Omar Gasca
Encontrarse con
la serie de fotografías de Pedro Tzontémoc, “Tlaxcala en Carnaval”, conlleva
la exigencia de aclararse uno mismo no sólo el lugar que ocupan las expresiones
populares sino la importancia que tiene documentarlas, especialmente si se
hace de un modo que no es literal y que se toma las licencias necesarias para
hablar de una cosa diciendo la misma y otra, a partir de una temática que
no es casual, que no es accidental ni precisamente espontánea y que presenta
–o más bien repite-, como toda tradición, formas que sin embargo ofrecen siempre,
para quien sabe verlos, los signos de la improvisación y por lo tanto de la
provicionalidad que caracteriza a las fiestas. Esta vez, trajes, más bien
disfraces, telas que no son de oro pero cuyo brillo acusa estimaciones aprendidas
y añejas, máscaras, listones y plumas. Y la otra clase de investidura, la
emocional, la espiritual de los personajes que se resisten a olvidar, a ser
nuevos por completo.
No es fácil realizar
este tipo de fotografías sin incurrir el folclorismos o, para más señas, en
esa especie de actitud reinvicadora con que se quiere sumar poesía a lo que
ya lo tiene, un poco como quien agrega un ladrillo a la pared o como el virtuoso
que añade paisajes al allegro hasta
hacerlo irreconocible en beneficio del lucimiento, pero sin la gracia, el
encanto, la magia o siquiera el ocio espléndido con que se puede cavilar sobre
los agujeros cuando ya no queda queso.
Una de las virtudes de estas fotografías radica en que no se
trata de un retrato fiel del acontecimiento, pero tampoco de montar una obra
en la obra de otros, los protagonistas, los actores de la fiesta, diseñadores
y coreógrafos populares, porque el autor se ha asignado ahora la función de
un intérprete que, por otra parte, se ocupa más bien de la otra fiesta, la
de estar allí, la de descubrir y redescubrir versiones del andar propio y
del ajeno, y de la otra, la del color, dejando los misterios principales del
carnaval casi intactos, ocultos, detrás, “sin revelar” y menos con esa grosera
obviedad que es propia de quien confunde el arte con la pedagogía y la anécdota
con la moraleja, para finalmente hacer de lo popular una fábula frecuentemente dotada de tintes melodramáticos
que en todo caso ya están allí, más como tatuajes, a pesar y sin pesar nuestro,
detrás de las máscaras, en ese uno más de los otros tantos méxicos que ya
sabemos pero ignoramos.
Aquí hay cierta modestia,
alguna reticencia, quizá mucho respeto; ni más ni menos que aquel que acompaña
al pase usted cuando se reconoce quien va primero, hecho que sin sacrificar
la mirada propia matiza un tanto el “vean como yo veo” y que contradice la
retruecanosa idea de “robar cámara” cuando ya tiene la cámara el que pretende
robarla.
“Tlaxcala en Carnaval” reafirma la idea de este fotógrafo acerca de que sus imágenes no buscan contener “una verdad absoluta o manifestar una apreciación visceral e individualista del mundo”. La experiencia se traduce a imágenes pero también a la imagen misma de un modo de ser y de ver, de una forma de tornar conciencia de la realidad que entre otras cosas asume a la fotografía como un medio o un pretexto para dejar constancias más de lo vivido que de lo visto, al punto en que la cámara no es sólo un dispositivo capaz de contrarrestar ausencias (como pensaría el Morel de Bioy Casares), sino el mecanismo mediante el cual se amplia, se complementa e incluso se hace sacudir a la memoria.