Astronomía
Corporal o tocar y perturbar
Omar Gasca
Sí Astronomía
Corporal puede descomponerse en un plano de contenido y en otro de significación,
este último promueve la asistencia de esos filtros de la mirada que encuentran
en la metáfora la mejor justificación de lo que se ve y al mismo tiempo el
factor que estabiliza lo visto. Así, algo parecido a la antigua y hermética
idea de “lo que es arriba es abajo” contagia nuestra interpretación, de igual
modo que inevitablemente los procedimientos de la razón se involucran para
hallar relaciones menos poéticas y más “prácticas” entre el cuerpo y un cierta
clase de signos que sugieren diagramas celestes o astronómicos. Toda clase
de correspondencias puede surgir de este modo, especialmente si nos ayudamos
del inconsciente colectivo, de esa dosis de antigüedad y de origen depositada
en nuestro remanente arcaico, o siquiera de nuestros fundamentos mágicos cuyo
repertorio incluye energías planetarias, centros o puntos clave rectores o
recipientes de esas energías, áreas o recintos de resonancia capaces de responder
a los estímulos provenientes de los cielos, como hacen el mar y las mareas
movidos por la luna. Y está el prestigio
del cielo que aterriza en “mi cielo”, “el cielo eres tú” o “estoy en el cielo”
(en la voz de Louis Armstrong) a la hora de hacer tropos para halagar y dimensionar
a quien se admira o se quiere admirar, a quien se quiere o se quiere querer.
Y luego el misterioso impacto que las geometrías, mientras más complejas,
producen en nosotros al avisarnos de sistemas o connotaciones o sorprendentes
arreglos entre las partes y un todo que, si no rebasa nuestra comprensión,
por lo menos la pone a prueba.
En efecto, si no se puede “tocar una flor sin perturbar
una estrella”, como dice el poeta inglés, tampoco se puede –¿o no se debe?–
tocar o acariciar un cuerpo sin que vibren todas las esferas, comprendidas
las de quien toca y las de quien es tocado, más o menos con la misma intensidad
que las que habitan el otro cosmos, es decir, aquél piso superior que generosamente
deja para los vecinos de abajo –pobres ricos mortales– las experiencias y
ejercicios de la sensualidad y los hábitos del erotismo, así como la faena
y los afanes en torno a diversas macro y micro preguntas.
Pero aquí hay que resistirse un tanto a los límites
de lo decible y al régimen de lo dicho que establecen las rutinas interpretativas,
porque si bien las alusiones sígnicas en el cuerpo femenino de estas fotografías
remiten y refieren a un campo astral, celeste, planetario, estelar, cósmico,
espacial, universal o como quiera llamársele, en los términos que propician
evocaciones o conclusiones mágicas, seudo-mágicas, seudocientíficas y hasta
científicas, la magia tiene cabida en las imágenes pero como un sistema que
consiste en expresar una apropiación de las relaciones entre las cosas; relaciones intuidas,
sabidas, aprehendidas, vividas pero
imposibles de representar sino a través de signos que hacen las veces de símbolos
en la medida en que éstos ocupan el lugar de lo otro, de esos vínculos necesarios
e ineludibles que sostienen recíprocamente todos los sujetos y objetos del
universo, pero no como reducciones caricaturescas del tipo que promociona
y patrocina la industria de la superstición. Por eso no hay teoría sino sugerencia,
evocación y una especie de propuesta de lectura abierta que apela a las nociones
propias de caos, cosmos y correspondencias, incluso entre tacto y vista, entre
los distinto y lo distante y, detrás de todo ello, una necesidad personal
del autor de ser fotógrafo pero también diseñador o quizá la clase de productor
visual que no se confina.
Porque en Astronomía
Corporal Pedro Tzontémoc se ha desenvuelto como fotógrafo pero también
como creador de esa clase de documentos que dan la impresión de ser atemporales
y que gozan de inquietar a la conciencia y de mover a la indagación del sentido
de lo que está ahí, por más que las lecturas inmediatas pongan en claro las
asociaciones típicas y recurrentes, a las que no sobra añadir esas otras que
provienen de transformar las sugerencias en una forma de conocimiento, pero
de un género impreciso, ambiguo, polivalente, que sin embargo entre luz y
línea, volumen y cielo prefigura o evoca los misterios y placeres que contienen
y ofrecen el cosmos y el cuerpo, por cierto un cuerpo femenino que no es disfrazado
o manipulado para alterar sus significaciones básicas, que no es comprometido
a decir otras cosas que no sean las de sus propios atributos y las que éstos
alertan o despiertan a manera de pulsaciones suscritas al más primario de
los sentimientos: el deseo. La idea
es que el cuerpo hable de sí mismo con mesura pero ciertamente en voz alta
gracias al esmero en la composición y en el empleo de la luz que acentúa las
formas; y que se deje decir, por las líneas que lo atraviesan y, entre éstas
y aquél, elaborar otra clase de discurso. Los signos, los signos-reflejo, los signos-símbolo,
los diagramas y las acotaciones en blanco son sobrepuestos, aunque esta superposición
sea más bien una evidenciación, así sea simbólica, de cierta clase de relaciones,
mucho más simbólica en virtud de que la astronomía es “creada”, acierto que
de otra parte se opone a una literalidad que necesariamente conduciría a establecer
relatos y correlatos de un orden mitográfico o supersticioso. Algunos trazos
están realizados directamente en el cuerpo, lo que implica una cierta intervención
en él, pero sólo como un pretexto y no menos como una concesión al antojo
de dibujar sobre la carne de una forma distinta a como lo hacemos cuando el
instrumento del dibujo es otra carne. Entre
cuerpo y trazos se satisface así el otro deseo, el de expresar mediante nociones
propias aquello que nos representan las cosas, no importa que se trate de
concepciones o percepciones que una vez traducidas pueden suponer aprehensiones
acabadas de la realidad cuando más bien son aproximaciones a las causas que
la gobiernan.
Causa y efecto, cielo y tierra, representación
y abstracción constituyen componentes de las estructuras binarias con que
todavía atendemos al universo y de las cuales derivamos toda clase de explicaciones.
Más allá de ellas, las imágenes de Astronomía
Corporal –pulcras, nítidas, un tanto contradictorias de las estéticas
y antiestéticas actualmente recurrentes precisamente porque acusan un formalismo
dominante, con toda seguridad resultado de las características del discurso–
se nos presentan como un ensayo que especula en torno a nosotros, a la dimensión
de nosotros y a nuestra naturaleza como ecos o reflejos de un universo que
nos comprende al tiempo en que lo comprendemos. Porque el cuerpo femenino en estas fotografías
es también un símbolo y una concesión –que algunos agradecemos– que sirve
para referirse al hombre, al género al que pertenecemos, sin que por ello
haya que descontar el ser femenino que le atribuimos a Gea, a la Tierra, y
por otro lado el placer de fotografiar al sexo de nuestra preferencia, placer
que algunos posponen con tal de privilegiar la estética y el arte como para
sospechosamente asegurarse de participar en las grandes cosas y de exaltar
las tareas sencillas y simples del ver, como si les hiciera falta después
de que cada vez nos queda más claro que nunca vemos las cosas sino más bien
nuestra relación con ellas, lo que implica que imaginación, ideas, juicios
y prejuicios participan en la mirada, más la maquinaria que asocia todos esos
factores y que hace del acto de ver un paquete de experiencia de donde puede
provenir, sin imponerlo, sin proponérselo incluso, el arte.